El veredicto de Nuremberg, setenta
años después
Esta mañana al
abrir, en mi ordenador, la prensa a la que estoy suscrito y a la que no que
esté en digital, he encontrado este artículo, publicado por “La Vanguardia”,
recordando la sentencia, pronunciada hoy hace 70 años, en el Juicio de
Nuremberg y sus consecuencias para la justicia internacional y para la humanidad.
Me ha tocado la fibra sensible en un texto bien construido, ecuánime (pues no
olvida las barbaries de los vencedores), que, hoy, todavía pesa sobre la
conciencia de todos nosotros. Incluso para los que aquel 1º de Octubre de 1946,
apenas teníamos, como es mi caso, cuatro años.
Este es el (excelente)
artículo de Santiago Tarin, tal y como lo publica hoy “La Vanguardia”
xxxxxxxx
70 años del veredicto del juicio de Nuremberg, el inicio del derecho
internacional moderno
El 1 de octubre de 1946, la
prensa española celebraba que Francisco Franco cumplía diez años como jefe del
Estado, y una gran foto del dictador ocupaba las portadas. Pero ese día ocurrió
un hecho trascendente, que se anunciaba en las páginas interiores: el Tribunal de Nuremberg dio a conocer la condena de
los juicios que llevaron al banquillo a los principales jerarcas nazis
capturados tras la II Guerra Mundial; un veredicto que sentó las bases del
derecho internacional que se ha desarrollado posteriormente.
Hace setenta años, el tribunal
dictó doce penas de muerte, tres cadenas perpetuas, dos de veinte años de
reclusión, una de quince y otra de diez. Un acusado fue declarado incapaz de
soportar el proceso y tres fueron absueltos. Pero cara a la historia lo más
relevante no era el veredicto, sino que Nuremberg es el principio de una nueva
era del derecho. José Ricardo de Prada lo explica así: “Hay algunos
precedentes, pero es el comienzo, donde hay una toma de postura. Nuremberg lo
pone en negro sobre blanco y da inicio al derecho internacional”. De Prada sabe
de qué habla: es magistrado de la Audiencia Nacional; especialista en derecho
internacional y de los derechos humanos; ha sido juez internacional en la Sala
de Apelaciones de Crímenes de Guerra de Bosnia y ahora participa del llamado
mecanismo residual para Tribunales Internacionales Ad Hoc, que se encarga, por
ejemplo, de la apelación de Radovan Karadzic.
El 1 de octubre de 1946,
España era un país en ruinas al sur de un continente devastado por una
contienda que alcanzó unas proporciones inimaginables, no sólo por las bajas en
combate, sino por las atrocidades cometidas contra la población civil. La saña
alcanzó límites desconocidos hasta entonces, de los que no se tuvo conciencia
hasta años después, como ocurrió con el Holocausto. Las potencias vencedoras
decidieron juzgar a los responsables de la barbarie. A los que se pudo. Hitler
y Himmler se habían suicidado, pero aún así quedó un ramillete de nazis a los
que pedir responsabilidades, como Hermann Göring o Rudolf Hess.
En realidad, Nuremberg es un
conjunto de trece procesos, pero este es el más relevante. En primer lugar,
porque fue donde se encausó a los máximos dirigentes nazis en manos de los
aliados. Luego, porque fue el único para el que se conformó un tribunal internacional,
compuesto por jueces de las potencias vencedoras, mientras que los otros fueron
nacionales.
El juicio arrancó el 20 de
noviembre de 1945 y se prolongó durante 218 días; declararon 236 testigos, se
vieron imágenes de los campos de concentración y se exhibieron pruebas
espantosas, como la cabeza de un prisionero asesinado reconvertida en
pisapapeles. A lo largo de las jornadas, los acusados permanecieron impasibles
cuando no jocosos ante las evidencias que desfilaban por la sala. Uno de los
pocos que mostraron arrepentimiento fue Baldur von Schirac, exlíder de las
juventudes hitlerianas. Su nieto, Ferdinand von Schirac, es hoy un reputado
abogado y escritor.
La historia es conocida. Dos
de los procesados se suicidaron para esquivar el cadalso, Göring y Robert Ley
(jefe de organización del partido nazi). El resto de los condenados a muerte
fueron ahorcados el 16 de octubre; sus cuerpos, incinerados y sus cenizas,
esparcidas en un río. Pero lo trascendente de Nuremberg no es eso, sino su
herencia. Según De Prada, “son los instrumentos a los que da lugar, como los
convenios internacionales sobre Genocidio de 1949 o el de Ginebra de 1959; los
tribunales de las guerras de la antigua Yugoslavia o Ruanda, que son para
situaciones concretas y ocurridas durante las contiendas. Y finalmente, la
Corte Penal Internacional del año 2000”.
Europa no se convirtió en un
parque temático de los derechos humanos tras la II Guerra Mundial. La lectura
de obras como Postguerra, de Tony Judt (Santillana, 2006), o Continente salvaje,
de Keith Lowe (Galaxia Gutenberg; 2012), describen perfectamente lo ocurrido,
especialmente en el Este, con deportaciones masivas de población y crímenes
colectivos por motivo de raza, nacionalidad o creencias políticas. O lo que
hizo Stalin. Y en las guerras que se desarrollaron en los Balcanes entre 1991 y
1999 volvimos a contemplar imágenes de campos de concentración que nos
devolvían al nazismo y supimos de matanzas que evocaban el pasado reciente.
Pero con Nuremberg se sentaron
las bases de un derecho internacional moderno, con las cuales, por ejemplo, ha
sido posible perseguir a Pinochet o a Videla. Es cierto que la Corte Penal
Internacional aún es una mesa a la que le faltan patas, pero ahora por lo
menos, gracias a este proceso, hay un lugar donde dejar los papeles. Tras
Nuremberg se ha desarrollado una doctrina mundial y conceptos como genocidio o
crímenes contra la humanidad han llegado a los códigos penales para quedarse.
Nuremberg fue el punto de
partida de una nueva era del derecho, y un recurso para recordar que hasta la
inhumanidad inherente a la guerra tiene una frontera que no puede cruzarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario