sábado, 16 de julio de 2016

La felicidad en la era del terror


La felicidad en la era del terror
Xavier Mas de Xaxàs, Barcelona

La Vanguardia, 16/07/2016 03:32 | Actualizado a 16/07/2016 04:42

Subo este artículo, recién leído, por su pertinencia y el resumen de los últimos atentados yihadistas. Llamo la atención sobre los dos últimos párrafos. El anteúltimo por el relato que le hizo un reclutador de yihadistas en Souse que refleja perfectamente la lectura que esos terroristas hacen de su lucha y cómo la justifican. Respecto del último párrafo personalmente creo que hay que darle la vuelta a su planteamiento. La cuestión no está en el hecho de que en Europa no haya líderes capaces de haber “barrido de un plumazo a los dos, al radicalismo islamizado y al populismo filofascista” porque “hoy no es tan fuerte”. La pregunta es saber qué es lo que ha hecho, y no ha hecho, Europa (y no solamente Europa) para que se hayan instalado en la escena occidental el “radicalismo islamizado y el populismo filofascista”. Así se entenderá también, (que no justificará), al menos parcialmente, el planteamiento del reclutador de yihadistas de Souse.

¡Ah!. Y el título es sensacional. Me viene a la memoria el libro de Alan Riding, “Y siguió la fiesta. La vida cultural en el París ocupado por los nazis”. Galaxia Gutenberg. Barcelona 2011. 512 paginas, 25 €.
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La felicidad en la era del terror

Xavier Mas de Xaxàs, Barcelona. La Vanguardia, 16/07/2016

A pesar de los fuegos artificiales, de la felicidad culminada con una selfie en el paseo de los Ingleses de Niza, hay un gran desorden, un gran vacío, una crisis económica (austeridad), de valores (inmigración) y de proyecto (Brexit). El terror más simple parece imparable en esta Europa de líderes incapaces.oru

Niza, 14 de julio, fuegos artificiales, conciertos junto al mar, el paseo lleno, rebosante de gente feliz. La fiesta nacional francesa, el espíritu de la revolución. Hoy no seríamos felices sin el triunfo de las ideas que impulsaron aquella revolución. Gracias a ella, nuestros antepasados dejaron de ser lo que heredaban, de replicar el mundo de sus padres. Los anclajes morales y tradicionales que decidían su destino saltaron por los aires. La revolución industrial y el libre mercado hicieron el resto. No todos consiguieron lo que querían pero todos prosperaron. Han pasado más de dos siglos y nosotros somos el fruto del sistema que entonces se puso en marcha, de las ideas que conquistaron el mundo, de la paz, la democracia y el libre mercado.

Niza, 14 de julio, la noche en calma y un hombre de 31 años al volante de un camión que atropella a los paseantes, los ciudadanos felices, los niños que aplauden la magia de los fuegos de artificio.

El terrorista es musulmán, un padre de familia, pobre y pequeño delincuente, condenado en marzo a seis meses de cárcel por una pelea de tráfico.

Al reiterar la fortaleza de Francia, el presidente de la República ha apuntado al Estado Islámico (EI). Pesan los atentados que esta organización ha firmado en el último mes: 50 muertos en una discoteca gay de Orlando (12 de junio), 45 en el aeropuerto de Estambul (28 de junio), 22 en un restaurante de Daca (1 de julio) y al menos 292 en Bagdad (3 de julio). Pesan también los atentados de marzo en Bruselas (32 muertos) y los del pasado noviembre en París (130). Hay más ataques y más muertos, pero estos son los más importantes, los que remueven las conciencias y precipitan las reacciones de nuestros líderes: señalar al islamismo radical, enviar tropas a Iraq y Siria. Es la dinámica natural de la guerra, como si el EI fuera un estado nación al que poder derrotar en el campo de batalla. Pero el EI es mucho más que un territorio, es una idea.
Ahora está claro que los planes para recuperar Mosul, la gran ciudad del norte de Iraq en manos del EI, se van a acelerar. Estados Unidos y Rusia están de acuerdo y por primera vez en cinco años el resto de actores –sobretodo Turquía, Iraq e Irán– también lo están.

Arabia Saudí, como siempre, mantiene la ambigüedad, el apoyo al islamismo radical, la exigencia de un cambio de régimen en Damasco, la caída de El Asad y su sustitución por una democracia de raíz islámica.

Sea con o sin el apoyo de los saudíes, Mosul caerá y Al Bagdadi, el líder del EI, correrá la misma suerte que Osama Bin Laden. Lo matará un drone o un comando secreto.

Esta victoria, sin embargo, no servirá de mucho. Otro yihadista reemplazará a Bagdadi, otros jóvenes musulmanes seguirán sus órdenes de atacar a los occidentales, estén donde estén. A este esfuerzo, a esta guerra santa, seguirá apuntándose gente muy diversa, radicales y fracasados en busca de una identidad –en este caso el islam– que les dé una justificación, la que sea, para acabar con todo. El radicalismo se islamiza.

Nunca sabremos de verdad por qué Mohamed Lahouaiej Bouhlel quiso transformarse en el terrorista de Niza. El ministro francés del Interior no tiene pruebas de que fuera un yihadista y no se parece mucho a los militantes adiestrados, con experiencia en Iraq y Siria, que fueron suicidas en París y Bruselas. Se parece más a Omar Sadiqui, el asesino de Orlando, un homosexual reprimido que quiso morir matando lo que nunca tuvo el coraje de asumir. Durante el asalto a la discoteca aseguró que actuaba en nombre del EI y Amaq, la agencia de noticias del grupo, confirmó que era uno de los suyos, pero no está claro que actuara siguiendo órdenes y no hay evidencias de ningún contacto con el EI.

Tampoco hace falta. A Bagdadi le basta con lanzar el mensaje, inspirar a los desalmados con la idea de que el progreso no emana de la revolución francesa y que la revolución industrial se ha hecho a costa de ellos y de medio mundo.

Hace un año, en una calle de Souse, la misma ciudad tunecina donde parece que el terrorista de Niza tiene sus raíces familiares, un reclutador de yihadistas me habló del bien que hay detrás de las masacres de occidentales, mujeres y niños incluidos. Dijo que nadie era inocente, que el islam verdadero luchaba por otra idea de progreso, que la paz, la democracia y el libre mercado no eran la base de la felicidad. Me dijo que nuestra paz descansaba sobre las cenizas de muchos pueblos, que la democracia ha de estar supeditada a la ley de Dios, que el libre mercado crea desigualdades materiales, que alimenta el odio y la envidia, que el progreso occidental destruye la familia, la moral y la tradición. Me aseguró, con una sonrisa amable, que la suya es una guerra en nombre de Dios, a vida o muerte, sin prisioneros.

Dentro de un año Marine Le Pen puede alcanzar la presidencia francesa agitando la xenofobia, exacerbando el pánico a esta batalla de ideas, al terrorismo sin sentido aparente que alienta el reclutador de Suose. Hace un tiempo Europa habría barrido de un plumazo a los dos, al radicalismo islamizado y al populismo filofascista. Pero hoy no es tan fuerte. A pesar de los fuegos artificiales, de la felicidad culminada con una selfie en el paseo de los Ingleses de Niza, hay un gran desorden, un gran vacío, una crisis económica (austeridad), de valores (inmigración) y de proyecto (Brexit). El terror más simple parece imparable en esta Europa de líderes incapaces.

 

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