viernes, 18 de diciembre de 2015

La conciencia de un juez, treinta años después


La conciencia de un juez, treinta años después


Javier Ibarrategui habría nacido en Zestoa el año 1940 y participado en el asesinato del torturador Melitón Manzanas en 1968. Después, huido a Francia, donde se habría insertado socialmente, se aleja de ETA y llega a condenar el atentado que acabó con la vida de Carrero Blanco, lo que le supuso problemas con la organización terrorista. Giscard d´Estaing, al alcanzar la presidencia, decreta que España es ya un país democrático y que no cabe hablar de refugiados políticos en el caso vasco. Convocado Ibarrategui. habría declarado a la Comisión que debe decidir de su suerte, que sabe que será “ejecutado” si vuelve a España, a donde irá, si no obtiene el estatus de refugiado, pues no quiere vivir escapado en Francia. La Comisión el año 1982 revisa su caso y decide no concederle el estatus de refugiado. Pocos meses después Ibarrategi es asesinado en Pamplona por un militante del GAL. Uno de los que participaron, como ponente, en la decisión de no concederle tal estatus, tiene problemas con su conciencia por la decisión adoptada y treinta años después relata el suceso en un pequeño libro que, ya llamó la atención cuando se editó en Francia en 2013. Acaba de publicarse en castellano. El libro: “El camino de los muertos”, (Periférica 2015). El autor, el jurista François Sureau. (“El Camino de los muertos” como señala el autor en su libro era una realidad en los enterramientos en nuestros caseríos, al menos hace un par de generaciones. De ahí el titulo de su libro)

En España, y en parte se entiende, muchos críticos han puesto el acento en la inexactitud de la historia que se narra en el libro. Digo que se entiende pues el “relato” que se describe (Sureau define su libro no, como “roman”, novela, sino como “recit”, relato), es históricamente hablando, inexacto. Baste decir que no hay ningún Ibarrategui nacido en Zestoa. Tampoco ningún miembro de ETA que el año 1982 el gobierno francés haya transferido a España tras un juicio en Francia. Tampoco un miembro de ETA asesinado por los GAL en Pamplona. Pero constatado que la historia del relato del libro no es verídica, hay que añadir que tampoco es esa la intención del autor. En varias de las entrevistas orales que he tenido ocasión de visionar a propósito de este libro (por ejemplo http://www.blog-laprocure.com/tag/francois-sureau/) el autor confiesa que su libro tiene un perfil autobiográfico pero no en el sentido de que relate una historia verídica en sus detalles. De hecho Sureau, al comienzo de su carrera profesional, fue ponente de la Comisión Nacional de Derecho al Asilo a la que recurrían los refugiados solicitando el asilo político que habría sido denegado en primera instancia. Luego pudo estatuir sobre algún caso de un miembro de ETA pero el detalle de su relato no pretende ser real. Lo que quiere significar el autor es que, en su vida profesional, adoptó una decisión que, con el paso del tiempo, se le ha aparecido, quizás, como injusta. El libro es fruto de esa descarga de su conciencia. Lo hace relatando un caso en el que incluso el juez que preside la Comisión, George Dreyfus, es un nombre ficticio, aunque su perfil corresponde con el que él conoció y con el que decidió bastantes casos de refugiados.

 

Su intención, explícitamente señalada en las entrevistas arriba mentadas, es poner de manifiesto el riesgo de “inatención e indiferencia en el mundo del derecho” como a él le sucedió al inicio de los años 80. Sureau plantea el problema de la relación entre “la obediencia a la ley y sus consecuencias en la vida de las personas” y lo plantea como “un problema de conciencia”. Esto, y no el relato de lo sucedido al supuesto etarra del libro, conforman el meollo del texto.

 

Meollo que se vislumbra ya en las primeras páginas cuando insiste el autor en las reflexiones del juez principal de la Comisión Nacional de Derecho al Asilo de los riesgos que tienen en su profesión de caer en la rutina, de la inatención debida a cada caso, de la indiferencia de lo que resulte de los refugiados a tenor de sus decisiones. Meollo que aparece en todo su crudeza en la forma como Sureau relata, tras la defensa que hace Ibarrategui de su causa, el impacto que sus palabras produjeron en el jurado. Inmediatamente después continua Sureau su relato con estas palabras (que yo traduzco del francés, idioma en el que he leído el texto) “Georges Dreyfus se quedó en silencio, como para dejar que toda esta emoción se disipara. Luego, en un par de frases breves, nos dijo que no nos veía a nosotros cuatro condenando al nuevo gobierno democrático de España. (La Comisión la formaban cuatro personas, aclaro). En esta ironía, que no era su costumbre, tuve la fugaz impresión de que no había llegado tan fácilmente a adoptar esta decisión. Yo estuve a punto de preguntarle si estaba seguro de la elección que íbamos a adoptar. Me había tranquilizaba al constatar que él había tomado la misma posición que yo, pero me sentía interpelado por esa duda que creía haber adivinado. Esa vacilación, en cuya explicación creía ver la causa de la forma de actuar del juez (obsesionado por la posible indiferencia hacia las personas que juzgaban), hacía que apreciara y respetara a George Dreyfus. Pero él me pidió que leyera la resolución que yo había preparado”, rechazando la demanda de acordar el estatus de refugiado a Ibarrategui y que, con algún cambio de detalle, fue adoptada.

 

Habrá comprendido el lector que realmente el fondo del tema está en la afirmación del juez de que “no nos veía a nosotros cuatro condenando al nuevo gobierno democrático de España”. Es la razón de Estado. Pero además, y en toda su crudeza, el dilema entre la ley y la conciencia del juez en su aplicación. No entro en el campo del derecho. No es el mío. Menos todavía en la conciencia de los jueces. No tengo derecho a hacerlo. Pero sí puedo entrar en mi conciencia, como persona y como sociólogo. Me pregunto, ¿cómo determino yo que este Estado sí, y aquel otro no, tiene un gobierno democrático?. Pongo un ejemplo para que se me entienda: yo tendría muchas dudas en firmar una extradición a Estados Unidos (y añadiría una larga lista de otros países, por supuesto), digamos, de un traficante de droga, sin delitos de sangre. Sencillamente porque estoy en contra de la cadena perpetua. Y si tuviera delitos de sangre también, pues estoy en contra de la pena de muerte.

 

¿Es esto caer en el “buenismo” que algunos están aduciendo en los últimos tiempos cuando se critican algunas de las medidas que gobiernos de países democráticos, Francia y Bélgica en particular, y después toda Europa, están adoptando tras la masacre de Paris del 13 de noviembre pasado en la, por otra parte, más que justa y necesaria, lucha contra el terrorismo yihadista?. En absoluto. Simple, pero fundamentalmente, defiendo, como siempre he sostenido, que toda persona, incluido el terrorista más deleznable (por seguir en este registro), es sujeto de unos derechos inalienables que no pueden ser conculcados mediante la cadena perpetua o la pena de muerte. El lugar natural de un terrorista es la cárcel. Siempre lo he dicho. Particularmente cuando ETA campaba a sus anchas. No debe quedar duda de ello. Como tampoco de que todo movimiento terrorista ha sido siempre derrotado. Pero la cárcel, en un país democrático, debe tener, también, la misión de buscar la resocialización del condenado. Lo que es imposible, a decir de criminólogos eminentes, con penas de prisión muy elevadas. Y no digamos con cadenas perpetuas, aún revisables, pasados 20 o 30 años en prisión como es el caso en España, actualmente.

 

El libro de Francois Sureau obliga a pensar. Y se lee en una corta sentada. Pero olvídense de Ibarrategui, si pueden, y les invito a reflexionar sobre el dilema que plantea el libro.

 

Una redacción algo más reducida de este texto se publicó en Noticias de Gipuzkoa y en DEIA el 15 de diciembre de 2015

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