miércoles, 15 de septiembre de 2004

Bruckner, una pasión adulta




(Para la serie Disco Libros de Clásica de “El País”, nº 29 de 2004-2005)


Esto que va a leer, amable lector, es la historia de una pasión. De una pasión adulta, ya la adolescencia y juventud abandonadas. Es la pasión por la música de Anton Bruckner, descubierto, ya en la treintena, tras haber convivido con Beethoven, Bramhs, Mozart, Haydn y coqueteado con Bach y Schubert, pero sin entenderlos. Es difícil, aunque no diré que imposible, escuchar Bruckner siendo joven. De joven se ama lo primario, la belleza inmediata. El primer movimiento de la 5ª de Beethoven, el aria de 3ª Suite de Bach, el tema de la trucha de Schubert etc., “entran” a la primera. Escuchando esas obras hemos nacido a la música el común de los mortales. Pero los últimos cuartetos de Beethoven, el Arte de la Fuga de Bach o el último quinteto de Schubert, por citar a los mismos autores solamente se degustan en la madurez. Bruckner, casi todo Bruckner, pertenece a esta segunda categoría. Si me permiten el ejemplo es la diferencia que hay entre el arrebolamiento de un adolescente (de mi generación) por una Brigitte Bardot frente a la parálisis que puede producir una Anouk Aimée o, claro está, Kim Novak.




Para un bruckneriano es imposible escuchar Bruckner como música de fondo. Bruckner exige dedicación total, concentración absoluta. La densidad de su música es de tal calado, el tiempo necesario para trasladar al oyente la idea musical tan prolongado, la secuencia tan elaborada que la exigencia de atención es total. De ahí también, las consecuencia de la escucha. Bruckner, cuando capta la atención del oyente, le sumerge literalmente en su música. La música se introduce en lo más profundo del oyente que acaba emocionalmente sofocado. Para un bruckneriano resulta imposible escuchar su música leyendo un libro (lo tendría que dejar) conduciendo un coche (tendría que detenerlo) o mantener una conversación (teniendo que cerrar en ese caso la fuente sonora). No se sale indemne después de la escucha de una buena interpretación de una gran sinfonía de Bruckner.



Pero no todo Bruckner es música de segundo grado. Tiene música que impacta de entrada y cuyo final llega siempre demasiado pronto. Recuerdo un concierto de Philippe Herrewege, en Madrid, en el Auditorio Nacional hace años ya, con un público puesto en pie, escuchar, en bis, el Ave María de Bruckner. O el publico de la Philarmonie de Berlin, aplaudiendo a rabiar, también puestos de pie, hasta que el último miembro del “Orfeón Donostiarra” abandonara la sala, tras la Tercera Misa de Bruckner, con un Baremboim y una Filarmónica de Berlín que no se creían lo que estaban viendo. Cuando una interpretación superlativa, de esas que según Celibidache, solo ocurre un par de veces en cien conciertos, se encuentra con un público atento, toda buena música, incluso la más exigente, y esta aún mas, se convierte en música de primer grado. Los que hemos tenido la fortuna de participar alguna vez en estos conciertos no los olvidaremos nunca. Son momentos de belleza difícilmente explicables. Pero son raros, por desgracia.



¿Quien era Bruckner?



Bruckner da la imagen externa de un pobre tipo, organista rural, perdido en la Viena imperial, enamoradizo de chavalillas quinceañeras, inseguro de si mismo, influenciable hasta extremos enfermizos, personaje cordialísimo pero malhablado cuando se enojaba. Como dice uno de los estudiosos de su obra Bruckner era una persona “social y físicamente inadaptada para situarse en el seno de lo que él entendía que era la elite respetable de la sociedad”[1]. La observación va mucho más allá que lo que puede suponer de consecuencias psicológicas, afectivas y sociales en la vida de Bruckner. Su “fracaso social” le hará centrarse exclusivamente en su música sí, y legarnos obras imperecederas que con el paso de los años se hacen más imprescindibles en la historia de los melómanos, pero hasta el final de su vida, por su inseguridad personal, el despiadado juicio que sometían a sus obras los críticos musicales, los directores de orquesta y, sobretodo sus propios colaboradores y discípulos el resultado ha sido nefasto para Bruckner y…para todos nosotros. Bruckner enfermó literalmente cuando el director Hermann Levi, a quien le envió la partitura de su 8ª, se la devolvió con acerbas críticas. Le llevará cinco años revisarla. Probablemente esa es la razón última de que no terminara la 9ª sinfonía en la que estaba trabajando la misma mañana del día de su muerte, el 11 de Octubre de 1896.



Es cierto también que a esta imagen hay contraponer la del Bruckner profesor en el Conservatorio de Viena después en la propia universidad de Viena como “Maestro en Composición”. Tuvo como alumnos, entre otros, a los jovencísimos Hugo Wolf y Gustav Mahler. Fue invitado a París y Londres, pero más como improvisador al órgano que como compositor de sinfonías que, de todas formas no vinieron mas que ya su vida muy avanzada. Según otro biógrafo de Bruckner, “no es exagerado afirmar que la consagración de Bruckner como compositor empezó con el estreno de Sinfonía nº 7, en Leipzig el 30 de Diciembre de 1884”[2], doce años antes de su muerte. Triunfó primero en Leipzig, en gran parte porque estrenó la obra, tras meticulosa preparación, Arthur Nikish, al decir de los entendidos el primer gran director de la historia de la dirección de orquesta. El año 1989 termina su 8ª sinfonía, dedicada al Kaiser quien le recibe agradeciéndole la dedicatoria. A partir de ahí, Bruckner es colmado de honores. Es nombrado miembro Honorario de la Asociación de Amigos de la Música, Doctor Honoris Causa de la Universidad de Viena. Al fin, el 18 de diciembre de 1892, dirigida por Hans Richter se estrena por la Filarmónica de Viena su 8ª Sinfonía, con gran éxito de público y crítica con la excepción del crítico Hanslick que salió ostensiblemente de la sala antes del final. Hanslinck ya se había opuesto, infructuosamente, al nombramiento de Bruckner como Doctor Honoris Causa en la universidad de Viena. El año 1985, un año antes de su muerte, el Emperador pone a disposición de Bruckner una sección de la planta baja del Palacio Belvedere de Viena, pero Bruckner, ya enfermo no acabaría su 9ª Sinfonía.



Bruckner fue un hombre solo y solitario, buena persona, católico en lo que eso suponía ser en la Austria profunda y ultraconservadora de la segunda mitad del siglo XIX pero, sobre todo, músico, compositor de música. Bruckner no ha dejado mucha música escrita. Unas escasas obras de cámara, tres misas (la tercera fuera de serie) y un Te Deum espectacular, una docena de motetes (algunos realmente extraordinarios) y....nueve sinfonías (aunque no falta quien diga que escribió nueve veces una sinfonía), de las que, si bien todas, absolutamente todas, hasta las numeradas como Cero y Doble Cero, que son como ensayos que suben a once, si se toman en consideración, el número de sinfonías compuestas por Bruckner, todas las sinfonías, decía, tienen algo que decir. Las numeradas entre las 3 y las 9 son muy buenas y algunas, excepcionales. Entre ellas la 4ª que tiene el lector entre sus manos que, junto a la séptima (exceptuado el último movimiento, francamente flojo) es la más asequible y, quizás también, la más bella de las sinfonías de Bruckner.



Para una primera escucha de la 4ª de Bruckner



Con Bruckner, como con toda pasión adulta, hay que huir de voluntarismos, de esfuerzos inútiles, de esclavitudes. Se escucha lo que a uno le gusta y se acabó. En la madurez se ha ganado la libertad de decir, si así se siente, que la Tetralogía es un peñazo y que el Ulises de Joyce está bien para los críticos literarios…. o ya no se será nunca libre. Si el lector que, sin haber conocido Bruckner, hasta aquí haya llegado, y sienta el estímulo de escuchar la 4ª Sinfonía que acompaña estas notas, por favor, no se imponga la obligación de llegar hasta el fin. No se diga,  “voy a escuchar la obra completa. Voy a hacer un esfuerzo de concentración.”. Menos aún se plantee la escucha como una especie de deber moral. “Estoy ante una obra suprema del genio humano, una obra maravillosa. Vale la pena hacer un esfuerzo porque la recompensa será grande, etc., etc.”. Me permito sugerirle una vía de acceso que, al menos es corta y, siempre con final feliz. 



Escuche solo. Cierre la puerta. Ajuste el volumen del amplificador de forma que los primeros acordes, el trémolo de las cuerdas y el arranque de la trompa, se oigan claramente pero nada mas. Luego sube mucho el volumen sonoro. Desconecte el teléfono. Relájese. Con solo dos minutos se va  hacer con el tema central del primer movimiento. Pulse el “play”. Déjese llevar por la música. En una célula musical muy elemental. Comienza, tras el tremolo de cuerdas, con la trompa. Pasa a la cuerda antes de llegar al tutti de toda la orquesta. Poco después la orquesta se va apagando, antes de dar entrada al desarrollo del tema. Corte la música. Si no le ha gustado nada de nada déjelo para otra ocasión o para nunca. Bébase un vaso de buen vino y a otra cosa. El mundo no se acaba en Bruckner. Pero si el tema ha llamado su atención repita, de inmediato, la experiencia. Siempre solo. Siempre la puerta cerrada y el teléfono desconectado. (Piense que si hubiera ido al cine tampoco lo hubiera oído). Al cabo de los seis minutos esta vez (6minutos y 12 segundos dura la exposición completa del tema en la maravillosa versión que tiene en sus manos de Hans Knappertsbusch,) si ya le basta, definitivamente corte y bébase su vaso de buen vino. ¡Ay!, pero si le sigue gustando deje que la música continúe. Hasta que se canse. Quizás llegue al final del primer movimiento. La coda es impactante y el director, lo hace muy bien. Si aún tiene ganas de seguir (el segundo movimiento tiene una melodía bellísima pero a mi siempre me angustia pues Bruckner no sabe rematarla), ¡cuidado!, esta Usted a punto de convertirse en un bruckneriano. El tercer movimiento es electrizante. Es una melodía austriaca, que recuerda la caza de cuando había partidas de caza, con una fuerza arrolladora. El último movimiento es, como en la 5ª y en la 8ª, las grandes sinfonías de Bruckner terminadas, una especie de recopilación de todo lo anterior…y algo más. Ese algo más es la coda final. No se sale como se entra después de haber escuchado esas tres sinfonías con la coda que las concluye. El crescendo de la coda de la 4ª se prolonga varios minutos. Los acordes finales, magníficos, limpios y densos al tiempo que profundos y ligeros te dejan pegado a la butaca, aun sin llegar a la hipnosis celibidachiana con un "obstinato" en las cuerdas, que no se de donde se lo saca, que te arrastra a la límpida eclosión final. Si ha llegado hasta aquí, ya ha entrado en el mundo de los brucknerodependientes. Sí, Bruckner puede ser como una droga. Dura. 





Bruckner y la religión



Que Bruckner fue un hombre profundamente religioso no cabe duda alguna. Comenzó y se hizo famoso como organista en la Abadía de San Florián donde está enterrado, lugar de peregrinación para los mitómanos brucknerianos. Los musicólogos dicen que una de las claves para entender sus sinfonías está en la influencia de la escritura organística. Bruckner fue un gran improvisador al órgano pero no nos ha dejado nada escrito para ese instrumento. Dicen también los entendidos que la Misa en fa (no se la pierdan aunque sugiero a los neófitos que no empiecen con ella pero, si se obstinan, vayan directamente al  “Benedictus”) está en la mayor parte de sus sinfonías. Yo no llego a tanto.



Bruckner dedico su inconclusa 9ª Sinfonía al “Buen Dios”. Sus motetes son impresionantes de belleza…y religiosidad. ¿Es preciso ser una persona religiosa, como sostuvo al final de su vida ese gran bruckneriano, tardíamente reconocido, que fue Günter Wand, para entender y penetrar en Bruckner?. Ciertamente para los que tenemos sensibilidad religiosa, más si somos o pretendemos ser católicos, aunque de tercera división, la afinidad con Bruckner es inmediata. Pero, que me perdone Wand, no es en absoluto imprescindible ser religioso para disfrutar con Bruckner. Mas allá del hecho evidente de que mucha gente agnóstica y no creyente es bruckneriana, yo he llegado a pensar que la religiosidad de Bruckner, una vez que salimos de los motetes y de las misas y nos centramos en las sinfonías, es mas budista que propiamente católica, menos aún protestante, sobre todo en la dimensión ascética de ambas denominaciones religiosas. La música de Bruckner es una búsqueda de intimidad, abandono, de encuentro místico con la plenitud, con la belleza en estado puro, esa belleza que te saca de lo inmediato, te hace distinguir lo esencial de accesorio, esa belleza que te acerca a la verdad de las cosas. Es lo que está detrás de las últimas versiones de Celibidache, próximo él mismo a la mística  Zen, en esas interpretaciones que son como grandes misas panteístas en las que el gran “Celi” oficiaba como mediador único entre la verdad y el oyente.



Bruckner más próximo de Schubert que de Wagner



Durante muchos años se ha considerado a Bruckner un músico a la estela de Wagner, un músico wagneriano. Bruckner tenía en gran aprecio a Wagner siendo la viceversa al menos tan cierta pues Wagner manifestó en una ocasión que Bruckner era “el único compositor que tiene ideas sinfónicas después de Beethoven”. Además Bruckner dedicó a Wagner su tercera sinfonía aunque, como de soslayo,  en una entrevista. En realidad, por lo que he leído aquí y allí, la historia viene de la hostilidad antiwagneriana de ciertas elites en Viena, dirigidas por el crítico musical Hanslick, de gran influencia en su tiempo, quienes pusieron a Bramhs como gran compositor en el mundo musical vienés, frente a Bruckner, a quien tomaron como el músico de provincias afincado en la Imperial Viena para manifestar su rechazo a Wagner. De hecho Bruckner y Bramhs apenas se cruzaron en su vida personal. Personalmente ahora que he doblado ya la edad de Schubert, es en este último en quien encuentro más parecidos, más similitudes con Bruckner. Ciertamente con el Schubert de su 9ª sinfonía, (la Octava según otros, pero denominada, con todo derecho, “La Grande”, por todos) pero también en el Schubert de los lieders, en su melancolía y, siempre, siempre, en su búsqueda de absoluto que aparece en su “Viaje de Invierno” (corran por la versión de Hans Hotter), en sus sonatas, cuartetos… Si quieren vayan un poco adelante en el tiempo y entren en el Beethoven de la 9ª Sinfonía, pero en el Primer Movimiento, el auténtico precursor (perdonen los expertos el atrevimiento del ignorante) de los grandes movimientos brucknerianos. El inicio de la 9ª de Beethoven, la breve célula musical, su desarrollo posterior, su clímax, la  conclusión (el final esta en el comienzo decía Celibidache) eso, tocado como lo hizo, por ejemplo, el inmenso Otto Klemperer al final de su vida, casi cadavérico en el Royal Albert Hall ante una New Philarmonia que apenas podía seguirle, eso, es el primer movimiento de una sinfonía de Bruckner, sin el genio de Beethoven sí, pero con la obstinación del paisano que se toma todo el tiempo del mundo, creando “les divines longuers”, las extensiones celestes, las repeticiones, el perfume de las melodías austriacas de Franz Schubert…. Beethoven, Schubert, Bruckner, esa es, o al menos así se me antoja, la sucesión del romanticismo. Es el fin de una música. Mahler será otra cosa (música biográfica la denomina Harnoncourt) y habrá que esperar a Schönberg (“La Noche transfigurada”) y Berg (“Concierto a la memoria de un ángel”) para que la música romántica confluya en nuevas aguas, las de la Secesión de la Viena de comienzos del Siglo XX, de las que aún no hemos salido.



Schubert, como Mozart, como Bach, (“todo está en Bach” decía Chillida) escribían de corrido. Y no cambiaban apenas. Nada de eso en Bruckner, como no lo fue, aunque menos, en Beethoven. No voy a entrar aquí a detallar las diferentes versiones de algunas de las sinfonías de Bruckner. Por ejemplo de la 4ª hay al menos tres versiones distintas. Pero si quiero resaltar lo difícil que tuvo Bruckner en su vida para que sus obras fueran reconocidas. La Filarmónica de Viena rechazó sus tres primeras Sinfonías aunque, ya al final de su vida, estrenó la 8ª…



Escuchar a Bruckner en directo.



Bruckner es un músico que exige un buen director. Más que una buena orquesta, en mi opinión. Una orquesta de primera fila con un director mediocre o con un director, también de primera fila, pero que no se toma en serio la obra puede producir un resultado desastroso. Pero una orquesta de segunda fila con un buen director puede lograr una buena interpretación de una sinfonía de Bruckner. Incluso de las más monumentales. Me viene a la memoria, una esplendida interpretación de la 8ª de Bruckner, el Everest de las sinfonías, hace dos años, en el Euskalduna, con la Orquesta Sinfónica de Bilbao, claro que con Juanjo Mena a la batuta.



Los discos nos permiten comparar unas y otras versiones. Nos permiten una escucha cuando y como nos apetece. Pero nunca substituirá una escucha en directo. Sobretodo de una obra sinfónica y no digamos de una opera. Si Usted, amable lector, ha llegado hasta aquí en su lectura, ha degustado la 4ª de Bruckner que le hemos ofrecido, le invito que vaya a escuchar Bruckner en directo, en un concierto. Es otra cosa.



Pero no busque en el concierto tal versión que, para nosotros, es “la” versión de la obra que escuchamos. Cada concierto en único. Nosotros mismos no somos los mismos un día que otro. Mi experiencia me dice que la música no amansa las fieras. Quiero decir que no vale la pena ir a un concierto “para relajarse”, “para olvidar los problemas de la vida de todos los días”, etc. Cioran “aconseja la música de Mozart y de Bach como remedio contra la desesperación” (“El libro de las quimeras”, pág. 46). No estoy de acuerdo. Pero tome unas precauciones elementales. Es muy difícil disfrutar un concierto  cuando se ha llegado corriendo, mirando al reloj, recién terminada una reunión, o con las prisas de saber que al llegar a casa te espera algo desagradable. Un concierto exige un espacio, físico y psicológico, antes y después del propio concierto, que enmarque convenientemente la escucha.


Llegue a tiempo a la sala. Lo más importante no es ver bien a los músicos sino oírles bien y tener una butaca cómoda. No pocas veces un director gesticulante, un solista demasiado expresivo en sus ademanes o algún miembro de la orquesta (por ejemplo un timbalero demostrativo) pueden ser una pantalla  entre la obra musical y el oyente. De ahí mi sugerencia a escuchar los conciertos con los ojos cerrados o semicerrados, con “la vista perdida”, como mirando sin ver la orquesta, como fondo visual que sirva de autopista al fluir de los fantasmas mentales y emocionales que provoca  la escucha de la música. Es una situación parecida a la del espacio psicoanalítico en el que la “libre asociación” campa a sus anchas, sin rumbo fijo, dejándose llevar. Pues de eso se trata, de dejar que, literalmente, la música se adueñe de uno. Escuchar una buena interpretación de una sinfonía de Bruckner en esas circunstancias puede ser una experiencia inolvidable. Por eso los críticos y los musicólogos, aunque entienden más, normalmente disfrutan menos de la música que los meros melómanos. Pero esa es otra historia.



Donostia San Sebastián Septiembre de 2004

Javier Elzo



[1] . Philip Bardorf,  “Les Symphonies de Bruckner”, Actes Sud, Paris 1992, pág 14.
[2].  Jordi Ribera “Bruckner”. Ediciones Daimon. Barcelona 1986, pagina 77.

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